Testimonio de Sofi y Rodri.
Nuestra experiencia de misión en Brasil puede dividirse en dos capítulos que, si bien
fueron diferentes, compartieron un trasfondo común: el levantarse cada mañana sin conocer
lo que depara el día, y acostarse por las noches con el corazón lleno de nombres y experiencias
nuevas.
El primer capítulo de la misión gira en torno a la experiencia de viajar de itinerante, sin
nada más que lo esencial y la entrega a lo que depare el camino. Colmada de encuentros y
manos amigas, la ruta se desenvuelve entre tiempos de charla y compartida como de silencios
y expectativa. Sin control alguno del itinerario, cada hermano que se ofrece a acompañarnos
en el siguiente tramo del trayecto es un regalo que da su propia pincelada al recorrido.
Mientras que algunos días son más los kilómetros recorridos, menos el tiempo haciendo dedo
y el clima acompaña, otros días la espera, la lluvia o el calor se hacen sentir. En esos momentos
donde la predisposición flaqueaba, las palabras del hermano Jesús resonaban; “Algo grande se
está gestando”. Las noches eran fiel prueba de que nuestro hermano sabía lo que decía.
Cuando hablamos de hospitalidad, el tamaño del corazón es independiente al tamaño de los
cuartos. Ya sea en una vivienda en condición de suma precariedad, o casas donde las
habitaciones y los lujos sobran, el deseo de recibir y el anhelo de encuentro fueron los que
hicieron cada estadía única y eternamente valiosa. Noches de música, de risas, de sentirnos
recibidos y cuidados, de sentirnos en casa.
El segundo capítulo de los doce días de camino fue la Misión Franciscana Juvenil en Xaxim, al
sur de Brasil. 800 jóvenes de todo Brasil, 5 argentinos de la Casa de Jóvenes. Con la alegría y el
cariño característico del brasilero, la recibida de los hermanos argentinos que habían llegado
“pegando carona” dio continuidad a la sintonía de gratuidad y hospitalidad recibida en el viaje
hasta allí. El interés por comunicarse en nuestra lengua, conocer nuestras costumbres,
mostrarnos su forma de vivir y hacernos parte de su cotidianeidad terminaron de acortar
cualquier distancia que hubiera entre nosotros. Bajo el lema “Y Dios vio que todo era muy
bueno”, se invitó a una transformación profunda en nuestra manera de vincularnos con
nuestra madre tierra. Nuestra humanidad y nuestro planeta como un todo, no sólo conectados
e interdependientes, sino siendo en su esencia uno solo.
Podremos olvidarnos algunos nombres, algunos pueblos, alguna noche que hayamos pasado.
Pero nunca pasará desapercibida la huella profunda que nos dejó el sentirnos, en todo
momento, amados, cuidados, mirados, recibidos. Con la certeza absoluta de que todo iba a
estar bien. Con la confianza ciega de un niño que se tira en brazos de su padre sabiendo, sin un
mínimo asomo de duda, que lo va a atajar. Ojalá podamos algún día devolver a la vida, a los
hermanos, tanto como se nos fue regalado en este camino.